Yendo. Camino adentro. Explorando. Entre humo espeso y deseos. Entre un retazo tuyo dando vueltas a mis espaldas y el silencio después de cortar el teléfono.
De la cocina al comedor.
Enmarañado, de golpe.
Congelado, de golpe.
Tratando de acomodar tamaño revuelo de cosas, así de golpe.
Cubrecama a cuadros colgante sobrepasando los límites de la plaza y media.
Zapatillas, medias, remeras, medias, botellas, llaves y monedas, un ventilador que susurra aire y la cama, testigo consecuente de nuestros encuentros. La cama con sábanas como pelos revueltos que contienen caspa. Que en realidad no son más que cosas repartidas en nuestro trajín de andar. Acá vienen, ahí quedaron, como caspas, cosas.
O una cartera que es como caspa.
O unos tickets que son como caspas.
La cama, entre revueltos y estrujadas telas tiene lapiceras, un carné de pileta, más monedas. Un curioso estuche monedero rosado con puntos negros. Una almohada sin funda, un cinto, una pollera con pequeñas flores ondulante sobre un calefactor en desuso. Velas consumidas. Velas por consumir y un libro tirado al borde, en el suelo.
En la boca desordenada de besos. Ansiosa de salir a la superficie para tomar aire y adentrarse nuevamente al profundo de tu boca. Respirar lo justo. Necesario. Y nada más. No regalar aire vital. Y sumergir. Siempre sumergirme en el obturado y dilatado relinchar de tus labios pendulares, labios.
En la secuencia de estar revolviendo el destierro. Exuberante de estar queriéndose tanto. ¡Ay! con el cuerpo y el sudor
¡Ay! De nuestro desorden bien alimentado para volver a ordenar.
Esa cama tan vomitada de nosotros.
Cama pegajosa
Esa que tan cama no es. Más bien pareciera ser un espejo crudo.
Película sin editar. Frame by frame sucediéndose consecutivamente tan rauda e invariable como la naturaleza misma ocurriéndose momento tras momento.
Como para llover y limpiar está, como gotas derramadas sobre las sábanas, el verde electrizante.
La fábrica de látex.
En el ketrolacozoide del llanto antiulcérico
La noche y la distancia poniéndonos en lugar.
En el humeante porno, nuestro club privado, minado de nosotros
Los rosarios que no sabemos rezar pero que tanto nos enseñaron a respetar.
No se culpe a nadie más que al fanatismo nuestro de caminar por la sombra del orgullo. No se culpe a nadie más que al intempestivo beso que viene formándose desde un martes para el sábado. Que rompió las barreras de la valentía y se acuñó, casi sin darse cuenta, en el miedo a que, en una de las tantas oleadas de ira escupidas, queden pedazos de nuestros corazones como navíos perdidos en el mar.