8.10.2009

Globo

Los domingos son interminables. Se pierde la globalidad y ya se deja de ver el mundo. La persiana nos marca la ciudad por la mitad y quedará en cada uno ponerle el signo positivo o negativo a la ecuación.

Desde varios televisores se ven varias ciudades. Se combinan y nunca se entiende, más allá de la diferencia en la cantidad de luces, más precisamente en la cercanía (medida pura y exclusivamente con los espacios en negro que hay entre foquito y foquito). Se entiende entonces el hombre omnisciente que cree poder apagar y prender la luz a su antojo. Observa desde su balcón virtual como se desenvuelve todo. Se incomoda porque en su plenitud, en su extensión chata no percibe nada, la piel es casi cuero, las pantallas son vidrios con paisajes en cápsulas, realidades comprimidas. Esa omnipresencia que lo hace grande lo hace chico también, diminuto y hasta un poco patético. Pero aún no lo sabe. Y eso lo vulnera y lo expone aún más.

Definitivamente el domingo es el día más largo de toda la semana. Es la conexión entre esa tranquilidad que nos transforma en animales salvajes y la cotidianeidad de los animales mansos. Es abrir una puerta y estar parado sobre una autopista o una avenida con jaurias de hombres transitando movidos por un solo combustible: su destino, su llegada.

La cercanía se pierde y empieza a nacer la globalidad cuando es lunes al amanecer y suenan las primeras radios, los diarios son viejos ya a las seis de la mañana y lo que queda del día se puede refritar en un par de lineas antes de que esa tarde llegue incluso, a nacer.

Cerca de la estación de Padua una bala perdida alcanzó a un nene de seis años, al igual que una que no estaba tan perdida durmió en el pecho de un joven en Berisso. Un cocainómano está seguro de ser el azucarero más rico y dulce del país mientras los Wichís del norte entendienden su lugar, su poder, su realidad mediática.

Va amaneciendo de ahí en más, una especie de sensación mundial, un dolor de estómago del japonés suicida y latido en la cabeza de un español de tanto llorar la muerte de su amigo chileno por una bomba de ETA en Mallorca.

Y el omnipresente está parado frente a diez televisores. Unas mujeres con pañuelos que le cubren practicamente toda la cara. Un hombre de rulos casi desparejos, grises, feos, y en primer plano mira fijo y mueve constantemente su boca. Rayas. Líneas. Señal de ajuste. Una italiana de tetas grandes sonríe. Once tipos juegan al fútbol contra otros once tipos.

Practicamente predecible es el resto de la globalidad del día y sólo una sorpresa de ojos verdes puede destartalar la tapa de los diarios de mañana que aún no se escribieron.

Esos ojos están aún cerrados.

Se va yendo la madrugada. Va naciendo el sol sobre la 9 de Julio, y desde un control central espío las pantallas que aún no muestran tus ojos cerrados a punto de abrirse. Un lunes.