Y ahí se queda, tendida y arropada en un mundo sin peligros, armado a semejanza con la cajita de cristal que siempre quiso tener, manejar, manipular. No le gustan los días de viento porque se despeina, no le gustan los besos a la mañana por el mal aliento, odia devolver las sonrisas cuando se las regalan por la calle. Ama a quien no cambia, a ese que lo tiene bajo su brazo, no tiene retos mayores que aprobar un par de materias. No ve. Oye, pero no me escucha. Me odia pero no se anima a desaparecerme. Ella quería ser cantante y ahora se ahoga en mala voz de alguien. Lo único que sabe es que no quiere cambiar, no quiere retos, quiere solamente el pelo atado. Constantemente camina por el cordón que separa la vereda de lo moral, con el asfalto del desatino. Y yo tengo la esperanza de que algún día el viento sople muy fuerte y caíga al cemento, que se asuste un rato, se suelte el pelo y sepa que conmigo también puede ser feliz.
Ella no dice nada, sólo canta, toca la guitarra y me espera. Yo voy y vengo sin decidirme, pero la quiero. La risa le moldea unos hoyuelos en los cachetes, además de unas pequitas que se mezclan con el color de la piel y transforman esa sonrisa pícara, en un rasgo característico de la mujer que me enseño el oficio de amante mejor que nadie.
Mención especial. Nunca más punto y aparte, moldeó el contorno de cada letra que me define, cada palabra que escribo tiene sabor a ella y todavía no puedo saber si es amargo o dulce. Tengo entendido que cuando hay un espina clavada el cuerpo la expulsa a su debido tiempo, la rechaza una vez que no la necesita más, eso si alguna vez la necesitó. A veces se clava un poquito más, pero sólo porque la dejo que se clave, que raje las capas de piel y llegue bien profúndo. Florecieron sentimientos nuevos aunque en cada hoja que nació quedó un dejo a soles anteriores, y lluvias raramente cálidas que no hacen más que reflejar en cada gota el hermoso verde de la raíz bien crecida.