Yo he sido una Tortuga Ninja.
Con caparazón y antifaz. A veces espadas a veces tridentes o mis propios puños tortuguescos.
He sido un reptil vertebrado, muñido de un caparazón que me cubría, con un par de mangas por donde podía sacar piernas y cabeza. Más de 200 mil años de antigüedad, vi al mundo formarse y destruirse, y formarse para empezar a destruirse más lentamente. Aprendí técnicas de velocidad, desapariciones, de compra venta de inmuebles y hasta una vez le gané, de puro placer nomás a una liebre fanfarrona. Ella venía de onerosa forma, bilando y sonriéndole a todo el mundo, intimidando con sus formas y yo cuadrado como heladera frío y estático.
He sido amigo de otras tortugas. De las Pleurodiras, que son las que doblan el cuello de manera lateral para esconderse, mostrando desinterés alrededor. También conocí y compartí mucho con las Criptodiras, que son mucho más tímidas, estas esconden su cabeza para adentro, como con vergüenza. Pero yo no escondí nunca la cabeza, porque
Yo he sido una Tortuga, pero de las Ninjas.
Un viejo maestro que tuve alguna vez me dijo que no debía avergonzarme mi condición verduna, áspera y lenta. Y tal manija me dio ese maestro, que el día después de salir airoso de la carrera, en la que le gané ampliamente a la liebre y su ego. Armado del valor que me generó tamaña victoria vestí mi mejor caparazón -porque por lo general usaba uno más viejo pero duro, este era más blando, accesible, cómodo y hasta lujoso- y la invité a salir. Dimos vueltas, y brincos, los míos eran más cortitos porque mientras ella me enseñaba que la agilidad no es una condición sinequanon genética, yo intenaba sorprenderla con que mis patas cortas no eran impedimento para la proeza de los saltos. Por mi parte le enseñé que la paciencia no es sólo para animales de antaño.
Pasaron días y meses en los que vivimos encerrados en mi caparazón.
He sido una Tortuga Ninja, pero antes de ser un artista de la desaparición y la pelea fui una Tortuga enamorada.
A tal punto en que sus saltos dentro de mi caparazón hacían que la casa diera brincos de locuras, idas y venidas, brincos y trinos por las peleas de mi orden de jarrones prolijitos y limpios, contra tus vaivenes rítmicos.
Yo era una tortuga, Tortuga Ninja. Hasta que entendí que no todo era verlo desde un caparazón. Lamentablemente al mismo tiempo que yo aprendí eso, ella aprendió que los saltos no deben darse contenidos en caparazones óseos por más lindos que sean. Así, tan niño preocupado por el verde de mis arrugas fui dejándome las alegrías roedoras en cada rincón de la casa.
He sido una Tortuga Ninja, con reina y un caparazón que yo creía preciso tener, hasta que me di cuenta que hay aire, fuera y dentro de esa capota inflada de ego. Por más liso, granuloso, rugoso, riguroso. Inexorable o inflexible que sea, un caparazón es sólo eso. Un lugar donde alguna vez guardé mis garras, espadas, antifaces y frustraciones. Olores y técnicas para hacer del karate un arte y de la vida un estanque. Un lugar donde alguna vez he sido una Tortuga Ninja.
Con caparazón y antifaz. A veces espadas a veces tridentes o mis propios puños tortuguescos.
He sido un reptil vertebrado, muñido de un caparazón que me cubría, con un par de mangas por donde podía sacar piernas y cabeza. Más de 200 mil años de antigüedad, vi al mundo formarse y destruirse, y formarse para empezar a destruirse más lentamente. Aprendí técnicas de velocidad, desapariciones, de compra venta de inmuebles y hasta una vez le gané, de puro placer nomás a una liebre fanfarrona. Ella venía de onerosa forma, bilando y sonriéndole a todo el mundo, intimidando con sus formas y yo cuadrado como heladera frío y estático.
He sido amigo de otras tortugas. De las Pleurodiras, que son las que doblan el cuello de manera lateral para esconderse, mostrando desinterés alrededor. También conocí y compartí mucho con las Criptodiras, que son mucho más tímidas, estas esconden su cabeza para adentro, como con vergüenza. Pero yo no escondí nunca la cabeza, porque
Yo he sido una Tortuga, pero de las Ninjas.
Un viejo maestro que tuve alguna vez me dijo que no debía avergonzarme mi condición verduna, áspera y lenta. Y tal manija me dio ese maestro, que el día después de salir airoso de la carrera, en la que le gané ampliamente a la liebre y su ego. Armado del valor que me generó tamaña victoria vestí mi mejor caparazón -porque por lo general usaba uno más viejo pero duro, este era más blando, accesible, cómodo y hasta lujoso- y la invité a salir. Dimos vueltas, y brincos, los míos eran más cortitos porque mientras ella me enseñaba que la agilidad no es una condición sinequanon genética, yo intenaba sorprenderla con que mis patas cortas no eran impedimento para la proeza de los saltos. Por mi parte le enseñé que la paciencia no es sólo para animales de antaño.
Pasaron días y meses en los que vivimos encerrados en mi caparazón.
He sido una Tortuga Ninja, pero antes de ser un artista de la desaparición y la pelea fui una Tortuga enamorada.
A tal punto en que sus saltos dentro de mi caparazón hacían que la casa diera brincos de locuras, idas y venidas, brincos y trinos por las peleas de mi orden de jarrones prolijitos y limpios, contra tus vaivenes rítmicos.
Yo era una tortuga, Tortuga Ninja. Hasta que entendí que no todo era verlo desde un caparazón. Lamentablemente al mismo tiempo que yo aprendí eso, ella aprendió que los saltos no deben darse contenidos en caparazones óseos por más lindos que sean. Así, tan niño preocupado por el verde de mis arrugas fui dejándome las alegrías roedoras en cada rincón de la casa.
He sido una Tortuga Ninja, con reina y un caparazón que yo creía preciso tener, hasta que me di cuenta que hay aire, fuera y dentro de esa capota inflada de ego. Por más liso, granuloso, rugoso, riguroso. Inexorable o inflexible que sea, un caparazón es sólo eso. Un lugar donde alguna vez guardé mis garras, espadas, antifaces y frustraciones. Olores y técnicas para hacer del karate un arte y de la vida un estanque. Un lugar donde alguna vez he sido una Tortuga Ninja.