Tardes en las que es imposible leer entre líneas y sólo queda estampar figuras en la pared del cuarto. No saber dar lo que querés en el instante mismo de la inquietud con que te despabilas en un comentario.
Es descabellado y angustiante el espacio amplio y los vacíos sin llenar, la fuerza contenida y sin poder disfrutar de la cháchara de la charla.
El perro ladraba. Eran las seis de la tarde y el perro ladraba desde el umbral de la puerta frontal de la casa. No sabía si lo que quería era un hueso, una caricia o una declaración de esas que le hacían sentir que era un buen perro. Si se que ladraba, y fuerte. Frente al animal le expliqué que no podía hacer tanto ruido ni interrumpir la apacible y baja sonoridad de la cuadra con los estallidos de sus ladridos. Pero el pedido pareció no importarle y prosiguió con su irritante tarea. Bajó la vista y con una pata se rasco el hocico, al acercarme gruñó y mostró los dientes. “Ni lo intentes” supuse que pensó. Lo miré petrificado y con la mano a medio camino, suspendida en el aire. Nos estudiamos mutuamente durante unos minutos hasta que se enderezó sacó su lengua, nunca entendí si en un gesto de burla o sólo buscaba algo de grasa de sobra en los labios. Se fue hasta una de las esquinas, donde luego de mirar para ambos lados giró a la izquierda y desapareció sin prestarme mucha más atención.