4.29.2008

A Mariano, el idiota.

Sería injusto diagnosticar celos. Injusto porque semejante palabra agranda demasiado los síntomas que tengo.
No sé en qué momento específicos nacieron estos estrujos de tripas y manos frías que ahora tengo. Certezas tengo, sólo de algunas cosas. Que me di vuelta y no tuve que esperar a que digas nada. Ahí desaparecí. Viéndote volví a estar en pijama y borracho, ajeno y gris. La boca se me cerró, la saliva pegó la lengua al paladar y la mente giró alrededor de una imagen que aún me difumina y desintegra.
Embisto, entonces, sólo entonces, contra mis nervios que recién ahora aparecen, ni con los tiempos corriéndome ni con la histeria familiar. Ahora frente a mi disminuyendo como un extraño juvenil perdido en el océano y sin escafandra.
A vos, osea a mí, el idiota. Mariano el idiota, y la poesía corriéndome con sus certezas y seguridades y no se qué.
Sé que la tarde vuela y sigo bloqueado con una imagen y una risa ajena a mí.
¿Entonces que queda?
No ser tan idiota. Y eso se vuelve un facilismo retórico. Echarle la culpa a mi idiotez y paf!, todo desaparece. Pero el niño no duerme. Ya no difumina y se vuelve carbón. Se enchastra el corazón con un poco de ego que encontró tirado y juega a hacer barriletes de papel pero con pétalos de flor.



Pinchar sólo pinchar y ver qué pasa.
Pellizcar y con un leve retuerzo de pescuezo.
Pellizcar la piel, ver qué pasa. Y se va a quemar, autoquemar.
Y esta vez yo me voy a ir de acá.
Cuando freno y contemplo a un niño escribiendo. Jugando a unificarnos y a envolvernos, mejor dicho, nos deja envolver con la música. Y desmantela. Nos desmantela para dejarnos en piel parados frente a todo.
Pinchamos de nuevo. Lo rodeamos, mojamos con kerosén y lo quemamos.
Arde. Nos arde en los dedos sobre todo.
Dijimos que se iba a quemar.
Y se quemó.




(lo debo a mi padrastro, el poeta del piano)