Entre el dedo índice y el pulgar giraba, como acariciaba su sabanita cuando era un bebe, una varita color marrón mate, toda doblada y con un par de astillas, que él conocía de memoria. Es por eso que nunca podrían robársela, al menos con eso bromeaba, era con lo único que podía bromear. Miró la ruta un buen rato, sin pensar, solamente seguía la línea que dividía el cielo de la soja que había a miles de kilómetros. En el morral tenía dos libros que todavía no había empezado a leer, por miedo a quedarse a mitad de trayecto sin entretenimiento, un cuaderno en blanco, los anteojos de sol ( ahora tenía puestos los de ver), y un rompecabezas de 500 piezas que se podía armar de cualquiera de los lados.
Testeó el panorama a su alrededor, en el asiento de adelante una pareja discutía sobre el color del tapizado para su nuevo living, atrás un señor de traje gris dormía con la boca semiabierta y con la pipa colgando sin volcar el poco tabaco que le quedaba, "eso es magia", pensó y fijó la vista en el asiento vacío a su lado. "6 años estudié, miles de peligros, miles de vidas que no me animé a salvar, y unas pocas que rescaté pero no supe mantener. Le salvé la vida a esa manada de unicornios celestes, conviví en las montañas de Letonia 8 meses con los enanos, en los alpes suizos aprendí a escuchar el canto de los árboles, todo eso viajo solo porque no me animo a decirle todo".
Uno de los libros era de conjuros posesivos, se lo había dado un minotauro en Grecia, cuando estaba haciendo la tesis sobre sirenas que le permitió mantener la beca un año más. Un libro peligroso, ,seguramente si caía en malas manos haría desastres, eso era al menos lo que le habían dicho. "¿Y porque no hacer que mis manos sean las malas, las peligrosas?", pensó, y abrió su morral en búsqueda del libro de conjuros. Era morado y tenía unas inscripciones orientales en amarillo y negro. Lo ojeó un buen rato, buscó en el índice hasta que encontró el hechizo adecuado. Repasó un par de veces los versos para no equivocarse, y mientras sostenía la varita en la mano izquierda, porque a pesar de ser derecho, debía utilizar la mano izquierda, es lo que le había recomendado el minotauro para que el hechizo de posesión funcione de mejor. Formó un pequeño círculo en el aire y murmuró:
Votre nom est ma punition douce
Donnez-moi de nouveau votre sourire
Con un rápido movimiento apuntó la varita al asiento vacío a su lado. Una nubecita plateada salió de la punta de la varita, y se fue estirando hasta llegar a la altura de su nariz. Esa nube tomó forma de mujer y distinguió una silueta en la oscuridad del colectivo. Primero los ojos celestes, el pelo grisáceo y la piel diáfana y pálida, tal cual él la recordaba. Una vez materializada del todo, la chica quedó perpleja mirándolo fijamente, esperando que el diga algo, haga algo. Pero el ruliento estaba atónito, no se podía mover, no podía creer que el libro del minotauro realmente funcionara. Luego de contemplarla un par de minutos, se dio cuenta que no tenía nada para decirle, al menos nada concreto. Al ser un hechizo de posesión había que mantenerlo con alguna orden que obligaba a la persona hechizada a responder. Él se quedó mudo, no dijo nada, a pesar de las ganas de verla, abrazarla y besarla, se mantuvo inmóvil. Entró en razón y descubrió que de nada le valía la magia en esta ocasión, nunca había contestado las cartas, nunca lo había buscado, entonces, qué le hacía pensar el que con un truquito de morondanga iban a ser felices de nuevo. Era muy lindo el chasco ese de traer a alguien a su lado, pero si no sabía qué decirle, y peor aún, si ella no había venido por su cuenta, eso era lo mismo que agarrar una pistola y raptarla. Entonces la ilusión se le hizo añicos, chasqueó los dedos y la chica se esfumó sin dejar rastros. Giró la vista para cerciorarse de que nadie en el colectivo había notado la anomalía, porque era una anomalía realizar el sueño de todo pibe de tener la piba que ama a su lado, y notó que todos dormían tranquilamente. Se colgó de nuevo mirando el horizonte y pensando cómo iba a hacer para esquivar el próximo control, ya había pasado los dos anteriores, pero a medida de que se iba acercando al norte se ponían más difíciles de atravesar. Sacó el otro libro de su morral, una novela media mediocre de un chico que vivía en un lugar extraño llamado Buenos Aires, un drama muy inverosímil, redactaba algo de gente que se mataba por monedas o comida. Un lugar que siempre era gris, con corazones sin destinos y destinos descorazonados. "En verdad se pueden inventar lugares peores que los míos. Definitivamente si existiese una palabra contraria a la magia, la maldeciría ahora", dijo para a si mismo y se rió de la desgracia ficticia que contaba el libro, reclinó el asiento, se sacó las botas, estiró las manos y cerró los ojos.
Testeó el panorama a su alrededor, en el asiento de adelante una pareja discutía sobre el color del tapizado para su nuevo living, atrás un señor de traje gris dormía con la boca semiabierta y con la pipa colgando sin volcar el poco tabaco que le quedaba, "eso es magia", pensó y fijó la vista en el asiento vacío a su lado. "6 años estudié, miles de peligros, miles de vidas que no me animé a salvar, y unas pocas que rescaté pero no supe mantener. Le salvé la vida a esa manada de unicornios celestes, conviví en las montañas de Letonia 8 meses con los enanos, en los alpes suizos aprendí a escuchar el canto de los árboles, todo eso viajo solo porque no me animo a decirle todo".
Uno de los libros era de conjuros posesivos, se lo había dado un minotauro en Grecia, cuando estaba haciendo la tesis sobre sirenas que le permitió mantener la beca un año más. Un libro peligroso, ,seguramente si caía en malas manos haría desastres, eso era al menos lo que le habían dicho. "¿Y porque no hacer que mis manos sean las malas, las peligrosas?", pensó, y abrió su morral en búsqueda del libro de conjuros. Era morado y tenía unas inscripciones orientales en amarillo y negro. Lo ojeó un buen rato, buscó en el índice hasta que encontró el hechizo adecuado. Repasó un par de veces los versos para no equivocarse, y mientras sostenía la varita en la mano izquierda, porque a pesar de ser derecho, debía utilizar la mano izquierda, es lo que le había recomendado el minotauro para que el hechizo de posesión funcione de mejor. Formó un pequeño círculo en el aire y murmuró:
Votre nom est ma punition douce
Donnez-moi de nouveau votre sourire
Con un rápido movimiento apuntó la varita al asiento vacío a su lado. Una nubecita plateada salió de la punta de la varita, y se fue estirando hasta llegar a la altura de su nariz. Esa nube tomó forma de mujer y distinguió una silueta en la oscuridad del colectivo. Primero los ojos celestes, el pelo grisáceo y la piel diáfana y pálida, tal cual él la recordaba. Una vez materializada del todo, la chica quedó perpleja mirándolo fijamente, esperando que el diga algo, haga algo. Pero el ruliento estaba atónito, no se podía mover, no podía creer que el libro del minotauro realmente funcionara. Luego de contemplarla un par de minutos, se dio cuenta que no tenía nada para decirle, al menos nada concreto. Al ser un hechizo de posesión había que mantenerlo con alguna orden que obligaba a la persona hechizada a responder. Él se quedó mudo, no dijo nada, a pesar de las ganas de verla, abrazarla y besarla, se mantuvo inmóvil. Entró en razón y descubrió que de nada le valía la magia en esta ocasión, nunca había contestado las cartas, nunca lo había buscado, entonces, qué le hacía pensar el que con un truquito de morondanga iban a ser felices de nuevo. Era muy lindo el chasco ese de traer a alguien a su lado, pero si no sabía qué decirle, y peor aún, si ella no había venido por su cuenta, eso era lo mismo que agarrar una pistola y raptarla. Entonces la ilusión se le hizo añicos, chasqueó los dedos y la chica se esfumó sin dejar rastros. Giró la vista para cerciorarse de que nadie en el colectivo había notado la anomalía, porque era una anomalía realizar el sueño de todo pibe de tener la piba que ama a su lado, y notó que todos dormían tranquilamente. Se colgó de nuevo mirando el horizonte y pensando cómo iba a hacer para esquivar el próximo control, ya había pasado los dos anteriores, pero a medida de que se iba acercando al norte se ponían más difíciles de atravesar. Sacó el otro libro de su morral, una novela media mediocre de un chico que vivía en un lugar extraño llamado Buenos Aires, un drama muy inverosímil, redactaba algo de gente que se mataba por monedas o comida. Un lugar que siempre era gris, con corazones sin destinos y destinos descorazonados. "En verdad se pueden inventar lugares peores que los míos. Definitivamente si existiese una palabra contraria a la magia, la maldeciría ahora", dijo para a si mismo y se rió de la desgracia ficticia que contaba el libro, reclinó el asiento, se sacó las botas, estiró las manos y cerró los ojos.