El amanecer del sábado 15 no fue como cualquier otro. Cuando sonó el teléfono hacía poco que me había acostado sin poder conciliar el sueño, y a decir verdad, desde hace tiempo venimos soñando con esa pesadilla de llamado. "Ya está, ahora no sufre más", sentenció la voz áspera del otro lado de la comunicación. Sin decir nada colgué, me puse el primer pantalón y alguna que otra pilcha que tuvo la mala suerte de cruzarse en el camino, y bajé a la calle. Casi era de día, y de atropellado nomás corrí las dos cuadras de la calle Barrera hasta que se hizo Brown. Entré sin tocar timbre y vi un grupo de personas que no conocía, salvo por la esposa, le di un abrazo fuerte y comencé a ablandarme. "¿Lo queres ver?", preguntó la mujer. Sin saber porque dije que si moviendo la cabeza, sin pensar en las consecuencia de verlo ahí, tan definitivo y terminante.
La boca la tenía un poco abierta. Negra intentó acomodársela mientras me decía entre lágrimas: "pobre viejito, sufrió mucho todo este tiempo". Nosé si por pena, de verlo tan en paz y a ella tan en llanto; o tal vez porque recordé todo lo que viví con él, o simplemente porque era mi abuelo, me quebré y lloré, como hacía mucho no lloraba.
Volví a la cocina y noté que más gente semidesconocida había llegado, algunos tomaban mates, otros más nerviosos, té. Los esquivé agachando la cabeza y regresé corriendo a casa para darles la noticia a mis hermanas y empezar el día mas largo de mi vida.
A las 10 de la mañana ya estaba en el sepelio esperando que lo entierren y lo dejen tranquilo. Qué tanto llorarlo ahí blanco y congelado, lo quería al lado de la abuela y que el destino de la post muerte lo designe donde sea, en cielo, en el infierno, en la tierra, en cualquier lugar.
Con la puerta de la bóveda familiar abierta, mientras su mejor amigo, el viejo Bollini, lo despedía con unas palabras en el cementerio, previo paso por la iglesia y todas las plegarias correspondientes a las que accedí por respeto a mis familiares, miré de reojo para cerciorarme de que el cajón de mi abuela esté ahí. Le sonreí y pensé “te lo mando martita, cuidalo que es nuevo en esto”, y preferí dejarlos que vaguen por la vía láctea. Que se queden en el mejor de su recuerdo, porque la muerte tendría que ser así. Uno debería vivir eternamente en su momento más feliz. Al menos así es como me voy a acordar de Horacio Alfredo Belamendia. Con la boina y la sonrisa sosteniendo la nariz gigante esperándome en la puerta de la casa y frotándose las manos, inquieto, esperando que sus nietos lleguen, para minutos después renegar por el ruido a la hora de la siesta, o por la cantidad de coca cola que consumíamos. O porque no sabíamos ensillar un caballo, ni diferenciar la hoja de la soja del trigo. Con esa imagen me sequé las lágrimas y besé una vez más el ataúd, ya acomodado al lado del de la abuela.
El atardecer del sábado 15 no fue como cualquier otro. Cuando subí al auto supe que lo iba a charlar en los sueños o en las fotos, que lo iba a llorar un ratito cada fin de semana y lo iba a ver en el carácter de mi vieja, o en los ojos de Valentín. En la risa del tío Cali o la picardía de francisca, la menor de mis primas. Por eso reservé el llanto, y lo guardé para administrar las lágrimas de a poquito, cada vez que le dedique un pensamiento.
El anochecer del sábado 15 no fue como cualquier otro, porque supe que no hubo más curvas peligrosas en el final de su recta.
La boca la tenía un poco abierta. Negra intentó acomodársela mientras me decía entre lágrimas: "pobre viejito, sufrió mucho todo este tiempo". Nosé si por pena, de verlo tan en paz y a ella tan en llanto; o tal vez porque recordé todo lo que viví con él, o simplemente porque era mi abuelo, me quebré y lloré, como hacía mucho no lloraba.
Volví a la cocina y noté que más gente semidesconocida había llegado, algunos tomaban mates, otros más nerviosos, té. Los esquivé agachando la cabeza y regresé corriendo a casa para darles la noticia a mis hermanas y empezar el día mas largo de mi vida.
A las 10 de la mañana ya estaba en el sepelio esperando que lo entierren y lo dejen tranquilo. Qué tanto llorarlo ahí blanco y congelado, lo quería al lado de la abuela y que el destino de la post muerte lo designe donde sea, en cielo, en el infierno, en la tierra, en cualquier lugar.
Con la puerta de la bóveda familiar abierta, mientras su mejor amigo, el viejo Bollini, lo despedía con unas palabras en el cementerio, previo paso por la iglesia y todas las plegarias correspondientes a las que accedí por respeto a mis familiares, miré de reojo para cerciorarme de que el cajón de mi abuela esté ahí. Le sonreí y pensé “te lo mando martita, cuidalo que es nuevo en esto”, y preferí dejarlos que vaguen por la vía láctea. Que se queden en el mejor de su recuerdo, porque la muerte tendría que ser así. Uno debería vivir eternamente en su momento más feliz. Al menos así es como me voy a acordar de Horacio Alfredo Belamendia. Con la boina y la sonrisa sosteniendo la nariz gigante esperándome en la puerta de la casa y frotándose las manos, inquieto, esperando que sus nietos lleguen, para minutos después renegar por el ruido a la hora de la siesta, o por la cantidad de coca cola que consumíamos. O porque no sabíamos ensillar un caballo, ni diferenciar la hoja de la soja del trigo. Con esa imagen me sequé las lágrimas y besé una vez más el ataúd, ya acomodado al lado del de la abuela.
El atardecer del sábado 15 no fue como cualquier otro. Cuando subí al auto supe que lo iba a charlar en los sueños o en las fotos, que lo iba a llorar un ratito cada fin de semana y lo iba a ver en el carácter de mi vieja, o en los ojos de Valentín. En la risa del tío Cali o la picardía de francisca, la menor de mis primas. Por eso reservé el llanto, y lo guardé para administrar las lágrimas de a poquito, cada vez que le dedique un pensamiento.
El anochecer del sábado 15 no fue como cualquier otro, porque supe que no hubo más curvas peligrosas en el final de su recta.