6.07.2008

Mi molino

Tiendo a ver gigantes en los molinos. A desarmar una historia y ponerla en semiverso para alejarme de los problemas y de cómo allá en el norte, y a veces en Brasil, se nos cagan de risa con los vaivenes de a ver quien es más malo acá. Cuando me quedo atrapado en Buenos Aires, esquina Medrano, todo puede ser una historia pero me desanima tener que escribirla, contarla. Inquieta la posibilidad de que el lector diga que no, que este tipo está mintiendo y no se qué. Que no se vea reflejado en las líneas y procure mejorar la historia -que, cabe aclarar, aún no conté-. Entre en juego entonces la eterna temática de escribir para uno, o escribir para otro, como si uno no fuese otro. Suelo ver Sanchos Panzas en la gente que me rodea, en los colectivos, en la cursada. Siempre hay uno que te mira y te da el apoyo para que encares de frente y testarudo contra los molinos. Me pasó una vez. Yo era un ridículo, el era no corresponde a mi anterior condición, sino más bien a que fue pasado, dormilón. Si las cosas no venían a mi no las corría ni en pedo, pero ni de jugado, sólo me sentaba y esperaba que mi humor y la ocurrencia hicieran que pudiera exponer mis dotes frente a una chica, un grupo, una situación. Y así estaba. Durmiendo. Reposando en una sala de espera en la que sólo estaba yo, con un turno en una frecuencia que ningún doctor podría entender. Esperando que la solución encuentre su rumbo una tarde de sábado sentado en el balcón. Era ridículo porque pintaba unos bigotes refinados vestido de pijamas, uno azul con rombos diminutos blancos. Gracias a esos Sanchos Panzas, decía, la encontré revoloteando, pululando, sonriendo, rechazando a diestra y siniestra.
Tiendo a ver gigantes donde no los hay. Ahora peco de soberbio a veces, pero antes, en ese entonces no. Estaba más cerca de la pequeñez de una cucaracha que del agigantado personaje de Cervantes. Era inalcanzable, por su rechazo continuo en una sonrisa totalmente despectiva. Ahora me enamoré de la sonrisa. Pero en ese momento la odié, por como daba el piné de “no sé si me importa dos o tres carajos”. Cansado de ir contra molinos que no giraban y gigantes que se acobardaban, me ajusté el morral y gracias al aliento de mi tribuna de Sanchos Panzas avancé cerca del panal en busca de la miel más áspera y dulce que puede existir.
Vestida de abeja, no sé si fue mi bigote pintado con marcador, o el hecho de que en verdad estaba con un pijama que ni siquiera era mío, me sonrió. Esta vez de manera distinta. Más divertida, más voladora.
Los escritores tienden a ver historias donde, aparentemente, no las hay. Ahí reside su habilidad. En poder fotografiar en letras un instante.
Tendía a ver gigantes en las esquinas y soledades en la habitación. Ahora la veo volar e irse, y cada instante en que su susurro no es en mi oído es una angustia abrumadora. Convertido en un Quijote, esta vez sin bigote, y sin molinos cerca busco aprender historias para contárselas. Que no sean sólo los brasileros los que se ríen de nosotros, que seamos nosotros mismos en un vuelo eterno y esquivando las astas de los molinos que cada vez se parecen más a gigantes dormilones.