Ahora y sólo de posición por el momento. Como si tuviese una máquina de escribir. Más liviana, facticamente sí, pero el motivo que me lleva a usarla es mucho más pesado. Como de granito, por lo difícil encauzar. Porque no debe haber nada mas costoso y doloroso. Pesado y angustiante que saber que nunca más vas a sentarte a presenciar una cosa de estas.
¿Quién ordena entonces el caos y el desconcierto de no encontrar a qué o quién escribirle? ¿A dónde va toda la información residual? Ya no se tiran los diarios porque poco se compran. Dónde tiramos entonces los párrafos que leemos en los diarios virtuales, o en los mails que nos saturan y en nuestra capacidad de filtrar, filtrar y filtrar y sin querer se nos pasó entre tanta cháchara inmaterial. Todo en tu cabeza. Ni en dedos, o labios. Todo inside.
Pero igual parece, en la posición por el momento, que hay una forma más mítica, y por eso también épica, de escribir como pensamos en esta era digital. Y es la de estar sostenido por una banqueta de las modernas de caño o hierro, con las rodillas sobre lo azulejos amarillentos y su techo de madera que es, a la vez, la mesa de esta moderna maquina de escribir. La barra que conecta la cocina con el comedor y el mundo.
Encorvado, y es por eso que igual parece, como cuando un retratistas de caricaturas plasmaba a un escritor escribiendo en la vieja Olivetti. El piano no, el piano no me salió rescatarlo, pero la vieja máquina de escribir la salvé del desguace natural que dan los años y la necesidad de desprenderse de un sentimiento tan precario como ineludible: el de la muerte.
Medio como sosteniendo una cobija por culpa de las flores que el escocés Sir Edwars supo cosechar en mis hombros y espalda, que de perfil parezco ya un plátano cansado.
Casi de nariz pegado y habiendo bailado con elegancia la danza del limpia vidrios, me retiro después de mi sutil tarde, de haber hecho al mundo más feliz, o a un lector más entretenido, cualquiera sea, como sea, los dos sabiendo contemplar la belleza de las cosas tuyas y de todos.