Altera.
Camina alternando entre suelo y baldosa. Raya o fideos con tuco para Manuel que vuelve con hambre.
Ida.
Distraída.
¡Alerta!
Que suena como un Palito Ortega o Paz Martinez
como un teclado emulando una canción.
Parece no pensar cuando estira el brazo derecho, cubierto de una lana tejida violeta, demasiado gruesa para los días de abril que aún no son tan amenazantes. De derecha a izquierda, en diagonal descendiente apunta al bolso y avanza la extremidad hacia abajo. La lana sostenida sobre un brazo sudoroso que pesa y pica. Derecha que es anillos gordos viejos que entran como avestruces en la tierra tras sus presas.
Levanta el codo izquierdo.
Atenta.
Que el brazo derecho de tan cubierto se enreda y atasca.
A la cabeza de avestruz que ya no avanza tanto.
Girando desde su mismo eje y circularmente se mueve tratando de encontrar en ese agujero el ruido que acusa al silencio
Que calla al silencio.
En ese entender la situación se encuadra la cara de Liliana. Epifanía despierta y en vida aprendiendo de lo peligroso. Del vértigo de las máquinas “y porque yo” mientras metía cada vez más la cabeza en el pozo sonoro que es su cartera buscando, adentro, bien adentro, donde suena y quién será. Quién será Liliana la persona que te llama sin cesar y perturba tu caminata. Distrae tu quehacer. Te marea y desorienta.
Tambalea hacia los costados.
Traspasa los límites de las baldosas
Sigue y no para de dar pasos torpes para evitar que su cuerpo caiga a la vereda.
Al asfalto que ya llegó y no puede controlar Liliana su cuerpo errante.
Ni el saco de lana enredado entre el brazo y la cartera.
Ni el sonido del celular que no para de pedir atención como un bebé.
Ni los autos que vienen por calle Humahuaca directo al errático bulto que es Liliana.
Pobre Liliana.
4.28.2011
Liliana en el asfalto (o breve historia urbana contemporánea)
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