Cuándo un pensamiento se vuelve una idea.
Si es el cansancio el que arremete y está ahí. Estás ahí, sin saber dónde ni cómo. Acodada en mis recuerdos.
Siempre con las derrotas apareciendo y porqué la osadía con la que te expresabas ya no es motivo de mi risa.
Pitar y pitar y pitar y pitar y cuando en la oscuridad aparecen las sombras de la casa nunca es tu figura la contorneada por el bloque de ceniza que ya apagada, desprendida y en picada, cae lenta al suelo.
Agosto arremete justificando septiembre. Y siempre a las corridas. Focalizando mil. Hasta que las ruedas de la silla marcan el parqué cuando se desliza. El metal aplacando la madera. Como una tanqueta de cuero negro sostenido por una estrella de acero.
Impulsada por los pies.
Piernas extendidas.
Codos sobre el muslo.
Manos, palma arriba, apoyadas en la cara.
Y todo es humedad. Un quisquilloso quejido brota.
Sale sal.
Quema la llaga.
De cuando dormía en un sillón y no decía mucho. Decía mucho “todo va a salir bien” tratando de encauzar lo mucho del destino. Y salió torcido.
Nada mejor para un humano, darse cuenta rápido que es humano.
Que como tal trata de armar su territorio. Tener las huestes del sol siempre brillando. Cargarse al hombro una tarea ajena como propia y llevarlas a cabo. Eran las 12, la 1, las 2 o 3 de la mañana y estabas con una cartulina gigante, una foto de Chaplin y un verso del Nano. Y hablabas de amistad para mi.
Nunca una causa es perdida cuando sabés que es un deseo propio.
Encarar con la extraña seguridad que da el miedo. Y la fiereza firme para no entrar en la rosca.
Qué era un pensamiento sino la punta del iceberg de un sentimiento.
Como se cae todo cuando tu sonrisa sostiene los ojos a media asta. Con la picardía firme que tiene alguien que sabe lo que va pasar.
Y brotar y brotar y brotar y brotar una vez más.
Te maldigo porque sabías.
Te maldigo por hacerme cómplice.
Te maldigo por no dejarme decirte que no supe qué hacer.
Más que pasar los buenos momentos para contarte después.
Más que ostentar los orgullos propios.
Más que querer enseñar a cada paso.
Más que tener el ímpetu de poder arrancar siempre de cero.
Más que tus lanzamientos furiosos.
¿Cómo entiendo ahora que el mundo no me pertenece?
Cómo entender que la cosa ha terminado.
Y sólo aparecés cuando te llamo.
Socorriendo de una enfermiza manera de llanto.
Salvando el día en la noche a minutos de mañana.
Cómo entender que la cosa terminó.
¿Cómo entender que el mundo ya no nos pertenece?