Si mirás fijo, llega a verse como el viento se mueve.
(Se mueve como gorrión en la neblina
Ciego, pero con ojos ansiosos esperando ver de nuevo el camino.
Ese camino que un día lo sacudió tanto que se asustó).
Nunca un de paso el viento, en Necochea nace o muere.
La orilla ya era una vendaval cuando llegamos.
Pero ahí ya estaba.
Ya había estado.
Si el fin del mundo tiene un comienzo paulatino y si acaso engelado. Que sea en la cortina gris de garúa que tiñe y humedece la ciudad.
El sonido de las gotas finas frías atravesadas entre sí, en picada al suelo de lateral al cuerpo, tan cambiante como el celo del viento. Que a veces en el cuello o por encima de la mejilla. O también en la rabilla del ojo. El desprotegido, el hijo no querido de una capucha.
Gotas finas otra vez en la orilla ya del principio del vendaval. O cortina gris de gotas dagas que te cortan.
Separan.
Los zumbidos.
Tus oídos del mar.
Tu cuerpo del que está.
En Necochea de octubre un momento de playa es batirse a duelo con el frío que arrasa con el centenario de la ciudad.
O simplemente con nuestras ganas de ver el mar en silencio.
Comprueban las partes naturales de su geografía la teoría que dice que uno en uno un mínimo no es nada.
Pero uno en uno al mismo tiempo puede abatir cualquier voluntad de querer ir en contra de lo natural:
El viento danzando con las más lindas del lugar; la fría lluvia o la salvaje y rasante arena.
Miles de cada una de estas chicas te van mostrando los bordes grises que como neblina delimitan una ciudad, otra de las tantas costeras que se congelan fuera de temporada, estática espera el paso del tiempo del resto del mundo.